Siempre me ha llamado la atención el escaso conocimiento y, en general, la desorientación del bachiller colombiano frente a los estudios superiores, e igualmente la incertidumbre de quienes terminan los estudios universitarios.
Una y otra actitud se explica quizás por la dificultad de ingreso a la universidad y al mercado ocupacional, respectivamente.
Quizás estas circunstancias sean más aparentes que profundas; tal vez más que la demanda cuantitativa de educación, y que el aspecto cuantitativo de la oferta de profesionales, es necesario considerar el valor de la educación con sus múltiples implicaciones en la sociedad contemporánea.
Tal vez en ninguna de las épocas de la historia se ha valorado tanto la educación como en la época actual; no significa esto que se la haya desconocido.
Las sagradas escrituras nos hablan de los setenta ancianos, quienes aconsejaban y regían el pueblo; no existiendo más que la escuela de la vida, era apenas normal dar mayor crédito a quienes por su edad y experiencia eran considerados como detentadores del saber.
La historia nos habla también de los siete sabios de Grecia; y en la historia de Roma se recuerda al emperador Octavio, entre muchos otros nombres y hombres notables, porque supo asegurar la paz y crear un sistema político estable, aprovechando las instituciones republicanas; su poder estaba más en el saber, que en la fuerza de las armas.
Y así podríamos continuar recorriendo la historia, que ha reservado siempre puesto de honor a quienes han sobresalido en el saber: filósofos, científicos, escritores, poetas, artistas.
Hoy, cuando son características del momento histórico que vivimos, entre muchas otras, la diversificación del saber por la evolución de la ciencia, la democratización de la educación, por la evolución de los derechos humanos, el crecimiento de los conglomerados humanos, y el progreso de los medios de comunicación social, el hecho del saber, la educación, juega un papel más profundo y transformador en la constitución de la sociedad, y en el rumbo de la historia de los pueblos.
Ya es claro hoy que el poder que antaño residía en el valor de la sangre, en la nobleza, y que había sido reemplazado por el poder del tener, la riqueza, hoy se concentra en el poder del saber, de la educación.
Esto reviste una importancia trascendental, porque ello significa simplemente que ya el verdadero poder no radica exclusivamente en los gobernantes, sino en los gobernados, y en mayor grado en los gobernados que han recibido educación.
En otras palabras, las relaciones de poder en la sociedad no podrán ser enfocadas, en lo sucesivo, como las relaciones entre una élite que ejerce el poder y los demás que lo sufren.
La demanda de participación en el poder a todos los niveles se hace cada vez más exigente; en una sociedad científica en la que el saber es sinónimo de poder, la participación generalizada en el poder debe arrastrar una participación generalizada en el saber.
Todo esto teniendo en cuenta el trasfondo estructural que supone el tipo de modo de producción dominante.
Lo anterior, además de las implicaciones políticas y sociológicas que conlleva, tiene una repercusión en el campo de trabajo, que concretamente se traduce en la socialización de este.
En efecto, no es posible al hombre contemporáneo dominar la ciencia existente; el progreso científico y tecnológico trae consigo una división del trabajo, y por tanto, una especialización más acusada; (cabe aquí hacer alusión al problema epistemológico y al concepto de cientificidad, aunque no sea el momento oportuno para discurrir al respecto) la necesidad de especialistas será cada día mayor; esto nos permite preguntar apenas, hasta dónde el problema de empleo será un problema de falta de destrezas, de habilidades, de saber, de especialización, en una palabra, de educación.
Y ¿por qué no hacernos la pregunta de fondo si este fenómeno no es reflejo de la estructura socioeconómica misma?
Y retomando el aspecto de la socialización del trabajo, es importante destacar cómo la acción de los especialistas, si se quiere que sea fecunda, debe ser coordinada a través del trabajo de grupo; el equipo de investigación de hoy, reemplaza el trabajo solitario y orgulloso de los maestros del saber de la edad media, y aún del siglo pasado y en los grandes emporios industriales, la decisión de grupo reemplaza a la del jefe.
No en vano el primer hombre que pisó la luna representaba simplemente el clímax de un trabajo comunitario de científicos.
El especialista debe adquirir la capacidad de comunicarse con otro y la capacidad de trabajar en grupo, es decir:
- En el plano intelectual, apertura hacia otras disciplinas y aptitud para expresar claramente los elementos de la suya;
- en el plano caracteriológico, la facultad de entrar en contacto con otro y la aptitud para el trabajo en común;
- en fin, en el interior de cada grupo, algunos deben servir de puente entre diversas disciplinas y sacar las síntesis.
He querido hacer estas breves consideraciones, porque creo que ellas nos iluminan y ayudan a comprender el sentido del grado profesional que hoy se os entrega.
En efecto, como profesionales, sois detentadores de ese poder que confiere el saber; que da privilegios e implica responsabilidades; pertenecéis desde hoy a esa clase privilegiada que ha pasado por la universidad, y de la cual tanto se habla hoy, y tal vez sin medir la profundidad de lo que significan los privilegios; el privilegio de la educación no radica exclusivamente en la facilidad para acceder a un empleo; su valor radica en que los conocimientos adquiridos facilitan nuestro ejercicio profesional y ante todo nuestra realización personal; a partir de ellos es posible servir más y mejor; es posible la permanente actualización, porque se es capaz de comprender la evolución de la ciencia y de la técnica; es posible y más fácil la reconversión profesional cuando así lo exijan las circunstancias; es posible, en fin, participar con mayor responsabilidad y efectividad en las acciones políticas, sociales y profesionales.
Lo anterior como profesionales; y como tecnólogos superiores, capacitados en un área específica del saber, se os facilita esa labor de equipo a que acabamos de referirnos, y tal vez, la única manera existente hoy, de ser profesional.
El tecnólogo no es, pues, un profesional de un rango inferior a los profesionales que egresan de las carreras de larga duración ofrecidas por nuestras universidades tradicionales; la educación tecnológica es educación superior, no sólo en la legislación educativa colombiana, sino también en la legislación de todos los países que tienen esta modalidad. La diferencia está esencialmente, en la especificidad de la formación que se da al tecnólogo en un área determinada.
Con estas reflexiones, superficiales y simples, quizás, pero que considero claras sobre el valor de la educación en general y de vuestro grado profesional en particular, debo además expresaros la complacencia que significa para el CEIPA el entregar un grupo más de profesionales a la sociedad colombiana.
El CEIPA, que hoy culmina su quinto año de actividades académicas, en una lucha silenciosa, modesta, pero apasionante y creadora, se siente orgulloso de la labor cumplida, y orgulloso también de sus profesionales.
Recibid con vuestro grado, nuestras felicitaciones y nuestros mejores deseos de éxito profesional y de ventura personal.
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Antonio Mazo Mejía
Medellín, 3 de diciembre de 1976